martes, 28 de septiembre de 2010

Encuentros (II).

Aquella mañana había salido de casa sin chaqueta ni calcetines. Era uno de esos días que prometen ser calurosos hasta que se hace de noche, pero a veces los días mienten, igual que las personas. El Sol se enfadó antes de que ella pudiera regresar y comenzó a llover a cántaros. La tromba de agua pilló desprevenido al pavimento, que se ahogó en seguida sin poder absorber los charcos que se iban formando sobre él. Tratando de evitarlos, corrió chapoteando con sus zapatitos de charol, hasta refugiarse en la marquesina de autobús más cercana. Se cruzó de brazos a esperar a que pasara la tormenta. Fue entonces cuando una gabardina encogida pasó rápidamente por delante de la parada. La capucha sólo dejaba al descubierto un par de mechones rebeldes que habían decidido empaparse. No llegó a verle los ojos, pero se los imaginó y se los guardó la memoria, o en el armario con los zapatos mojados.

Pasaron unos días, el Sol volvió a salir, sin traicionarla esta vez, y se fue a pasear junto a la playa. Pero el calor se empeñaba en derretir su helado de fresa y la obligaba a estar siempre atenta para evitar pringarse las manos. Estaba concentrada en su faena, cuando los ojos que vivían en su imaginación se cruzaron con ella. No pudo sostener la mirada y se concentró aún más en el barquillo que sostenía su mano izquierda. Aceleró el paso siendo consciente de que, a ese ritmo, su vestido blanco se estaba levantando más de lo debido.

No mucho tiempo después, se fue una noche al cine con un compañero de trabajo. Llevaban más de tres años compartiendo oficina. Dicen que el roce hace el cariño (aunque este dicho es tan engañoso como los días sin nubes). En su caso, el roce había construído una amistad basada en la convivencia diaria, alguna cena esporádica y un café o una película de vez en cuando. Aquella noche habían ido a ver una comedia romántica bastante insulsa, y la comentaban entre risas a la salida. Allí vio por tercera vez al chico de la parada del autobús, junto a la taquilla. Esta vez trató de mantenerse serena. No alcanzaba a comprender por qué una persona con la que no había compartido más que un par de casualidades lograba turbarla de tal forma. Se agarró al brazo de su acompañante, y como ya había hecho en el paseo marítimo, apretó el paso hacia la puerta y desapareció calle abajo.


Unas semanas más tarde, volvió a verle. Estaba en el parque, sentada bajo su árbol preferido leyendo un libro que estaba por terminar cuando levantó la vista y se encontró con el mismo pelo rizado asomando tras un periódico. Se puso nerviosa, y no pudo continuar con su lectura, aunque fingió hacerlo. Modestamente, tenía que admitir que la interpretación no había sido nada mala. Se moría por mirar hacia el banco en el que se sentaba el desconocido del periódico, pero les prohibió a sus ojos que ejecutaran cualquier tipo de movimiento y los mantuvo atados a una sucesión de letras totalmente ininteligibles. Se quedó un buen rato al cobijo de la sombra de la copa del árbol, pasando páginas y páginas, hasta que, de reojo, se fijó en el asiento. En él sólo quedaban un periódico abierto y otra coincidencia perdida.

Algunos días después, fue a hacer la compra. Había ido aprovechando los restos que le quedaban en la nevera, pero llegado el punto en el que en los estantes sólo reposan medio cartón de leche agria y un par de huevos a punto de caducar, la ocasión de vencer a la pereza y de dejar de retrasar la visita al supermercado se hace obligatoria. Estaba decidiéndose entre dos marcas de café cuando lo vio en el mismo pasillo que ella, paralizado, con un paquete también de café en una de sus manos. Lo primero que hizo fue arrepentirse de no haber hecho escala en la ducha y de haber salido de casa con aquella horrible camiseta blanca que solía utilizar para dormir. Ni siquiera se había cepillado un poco el pelo... Por no continuar ahí quieta frente a la estantería, escogió una de las marcas al azar y avanzó por el pasillo sin saber muy bien a dónde dirigirse y habiendo olvidado por completo la lista de la compra que había redactado en su cabeza.

Hace semanas que no se lo encuentra.
Ha renunciado a buscarle y a investigar quién es chico de los ojos escondidos. No ha vuelto a la parada del autobús, ni al paseo, ni al cine, ni al parque, ni al supermercado en el que solía hacer la compra. Prefiere creer en una nueva casualidad, en un nuevo encuentro no pactado en el que logre aparcar la vergüenza para no retirar bruscamente la mirada. Desea volver a verle en el portal, o en la biblioteca, o en la farmacia, o incluso en la consulta del dentista.
Si vuelven a coincidir se acercará y le dirá un "hola" tímido. Aunque la tome por loca, aunque no sepa que es ella, la chica sincronizada, le apartará los rizos de la frente, y le cogerá fuerte de la mano. Entonces le dirá que conoce la marca de café que le gusta y el periódico que lee. Hasta le describirá cómo es su cara cuando le da el Sol de frente al pasear junto a la playa.
Pero hace semanas que no se lo encuentra...

Lo.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Encuentros (I).

Se habían cruzado cinco veces.

La primera vez fue en la parada del autobús. Ella se refugiaba de la lluvia en la marquesina. Aunque el asiento estaba libre, permanecía de pie, con los brazos cruzados y sin apartar la vista de sus zapatos empapados. Él pasó caminando por delante, con las manos hundidas en los bolsillos de la gabardina y el paragüas olvidado en casa. Dos segundos le bastaron para registrar en su cabeza cada centímetro de su silueta.

La volvió a ver poco después en el paseo marítimo. Estaba sola de nuevo, con un vestido blanco y el pelo suelto. Iba comiendo un helado de fresa, en el que parecía depositar toda su atención. No apartó la vista de la gotitas de helado rosa que se precipitaban desfilando por el barquillo, y por tanto, no reparó en su presencia. No supo que era el chico de la parada del autobús.

Una noche, a la salida del cine, se encontró de nuevo con ella. Esta vez iba cogida del brazo de un hombre. Se reía a carcajadas. Su acompañante debía de ser un cómico admirable, pensó. Y entonces sintió celos por no ser él quien provocaba la risa de la chica de la marquesina, de la chica del paseo, y de la chica del cine.

Pasaron semanas hasta que la casualidad volvió a sonreirle. Fue en el parque. Él odiaba aquel parque, con los niños correteando por todas partes, la gente deambulando con una estúpida sonrisa en la cara y las ridículas barquitas flotando en el estanque. Sin embargo, ese día, sintió la necesidad de ir allí a leer el peridiódico. Eligió un banco solitario y un poco apartado en el que poder estar tranquilo sin tener que padecer todas esas cosas que le irritaban. Cuando iba a pasar la página, levantó un poco la vista y se le apareció una vez más. Estaba sentada sobre la hierba, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol y las piernas cruzadas. No se había arreglado y estaba preciosa. Ensimismada en la apasionante lectura de un libro, volvió a ignorar la mirada que la escudriñaba desde su privilegiada posición de espectadora. Él quiso levantarse, decirle algo, apartarle el pelo que le resbalaba de detrás de las orejas y le caía en la cara; pero en lugar de eso, se levantó y se fue, abandonando el periódico abierto sobre el banco del parque.

Unos días después, volvieron a cruzarse, en el supermercado. Él había ido a comprar café. Se le había terminado esa mañana y no concebía una jornada sin el sustento de la cafeína. Ella estaba en el mismo pasillo, con un enorme carro lleno hasta arriba y tratando de decidirse entre su marca habitual y la marca blanca. Llevaba unos pantalones vaqueros y una enorme camiseta blanca, de esas que han quedado relegadas a "camisetas de dormir", pero que de vez en cuando ven la luz del Sol en una fugaz visita al supermercado. De nuevo estuvo tentado a acercarse para ayudarla a resolver el dilema del café, pero no tuvo valor. Se quedó paralizado, con su paquete de café colombiano en la mano derecha y los ojos clavados en la chica de los encuentros casuales. Ella se giró para devolver al lineal uno de los envases, ignorando por completo al idiota de pelo alborotado y barba de tres días que permanecía frente a ella como un pasmarote. Recogió el carro de la compra y se alejó por el pasillo rumbo a la sección de congelados.

Hace semanas que no se la encuentra.
Se pasa horas sentado en la parada del autobús, esperando a que ella llegue, se cruce de brazos a su lado y vuelva a desconocerle. Da largos paseos junto a la playa. Incluso se compra, de vez en cuando, un helado de fresa para ver si atrae al vestidito blanco, pero no surte efecto. Casi todas las noches va al cine, y cuando termina la película se queda junto a la puerta hasta que salen los que han acudido a la última sesión, y sólo cuando apagan las luces y cierran las puertas, regresa a su casa prometiéndose volver al día siguiente. Ha llegado a tolerar todo aquello que odiaba de las tardes en el parque y ahora lee cada día el periódico sentado en el mismo banco, prestando más atención al árbol de enfrente que a la sección económica. Y, por si fuera poco, la cajera del supermercado le llama por su nombre, porque va a diario a comprar café, o fruta, o leche, o cualquier cosa que le obligue a recorrer de nuevo los pasillos encerados y a mirar en cada estante buscando encontrarse con la camiseta de dormir.
Pero hace semanas que no se la encuentra...

Lo.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Última tarde de verano.

Sólo el murmullo del mar resquebraja el silencio. El agua araña la quietud con una delicadeza calculada y constante. El rumor es manso, sedante y acompaña al movimiento hipnótico de las olas.
En el núcleo de una aleación de azules enfrentados, se enredan dos pieles que han dejado sus cáscaras al Sol, olvidadas en el puerto. Los dientes y los labios luchan, y los brazos se concilian en resistencias entrelazadas. El balanceo inalterable no cesa y acompaña a cuatro ojos boquiabiertos que pueden, a un tiempo, mirarse y mirar de frente a la cara oculta del mundo.

Cuerpos afortunados que se mecen al otro lado... en el punto donde todo confluye y los insomnios de alambre no existen.

Lo.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Vértigo.

La melancolía era mi musa. El gris velado y los lamentos tartamudos se encargaban de detonar la cápsula de tinta negra. Pero desde que tus dedos titubeantes me rozan y recorren mi espalda mientras duermo, las letras se han escapado por debajo de la puerta y me he quedado sola, enredada en el abismo de tu densidad.

Lo.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Por ansiosa.

Por ansiosa me atraganté con tu espuma. Tenía sed, quise beberte de un sólo trago y me inundaste. No supe acariciarte sin enterrar mis dedos en tu espalda, sin infectar tu piel con mi tacto, sin atar con torpeza nuestros extremos. Intenté ser de algodón pero te estrangulé con todos mis tentáculos y te robé el aliento. No pude desprenderme, me olvidé las alas en algún rincón de tu desorden y por eso la marea no ha conseguido borrar nuestras huellas de la orilla.

Lo.

jueves, 9 de septiembre de 2010

¿Cuestión de distancia?

Estaba cansado de echarla de menos desde el otro lado del mundo, así que hizo la maleta, recorrió la distancia que los separaba y se sentó frente a ella a escucharla, a contemplarla y a seguir echándola de menos.
Lo.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Tiempo libre.

Me sobran horas para perderme en las manchas de humedad del techo. Componen formas inauditas, que acaparan mi atención durante minutos que parecen semanas. Tengo todo el tiempo del mundo, y lo empleo en envolverme en las sábanas arrugadas y en abrazar cojines buscando la hospitalidad de una postura. La música de fondo jamás se silencia, y si lo hace, sigue sonando en mi cabeza. El suelo es una manta de libros abiertos. De vez en cuando estiro el brazo, escojo uno al azar y hojeo alguna página amarillenta, pero me canso enseguida y le devuelvo su labor de alfombra de papel. No he vuelto a hablar ni a subir la persiana. A veces cierro los ojos sin llegar a dormirme nunca. Me pierdo en ese duermevela desconcertarte, del que despierto confundiendo sueño y realidad. (¿Existes?) Me deleito en mi propio aburrimiento, quejándome y maldiciendo la que ha sido mi elección.

Al fin y al cabo, ¿qué hago aquí si el mundo sigue girando fuera?
Pero, ¿qué haría yo en un mundo que sigue girando si hace tiempo que he optado por detenerme?

Lo.

martes, 7 de septiembre de 2010

Sobran.

Cuando las miradas confiesan pensamientos y el silencio reina, sobran todas las palabras. Se derriten las letras al calor de tus mejillas y se convierten en la conjunción perfecta entre sonrisa y oscuridad. Es entonces cuando nuestras respiraciones sofocadas se evaporan y se escapan a través de un agujero en la pared. Adiós. Nos quedamos ante un solo ojo, ante pulmones vacíos e intenciones repletas de secretos.

Hemos mordido la manzana y ahora, sobran todas las palabras.

Lo.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Entre líneas.

Resulta que hoy me he puesto a dibujar y sólo he podido trazar siluetas. El lápiz se empeñó en recorrer el papel dejando tras de sí líneas estrechas y neutras. Y nada más. Líneas insípidas.
Quise sombrear algunas partes, e incluso darles un toque de color, pero no he sido capaz. Porque mi mano se negó, y no hay quien la haga entrar en razón cuando se pone así de terca. Le pedí un par de veces que no fuera tan tozuda, que me dejara hacer las cosas a mi manera, pero dijo que no, que no y que no. Lanzó el lápiz contra el suelo y acto seguido corrió a esconderse en el bolsillo de mi rebeca.

No entiendo por qué sólo dibujo contornos vacíos e insustanciales, que no dicen nada, que no cuentan todo lo que guardo aquí. ¿Será que la mano izquierda se está vengando? Estará dolida porque no le permito acariciar con ternura, porque no la dejo conocer pieles templadas y apretar con devoción otros dedos entrelazados. Y ahora ha decidido reunir toda esa frivolidad, plasmarla en un folio en blanco y negarle la libertad a mi lápiz 4B.

A ver cómo hacemos las paces...

Lo.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Salto al vacío.

Se levantó de la cama como un autómata, sin esperar a que el despertador rompiera sus sueños con su chirriante grito. Sin ponerse las zapatillas, sin cambiarse de ropa, sin pasar por el cuarto de baño, se dirigió a la puerta de entrada y la cerró tras de sí dejándose las llaves dentro.

Caminó descalza sobre el suelo mojado, manchándose los pies de barro y salpicando a cada paso la puntilla inferior de su camisón de raso. El cielo medio dormido se había olvidado de acostar a la Luna.

El día fue transcurriendo sin que el caminar mecánico se detuviera. Miraba al frente, manteniendo los ojos fijos en algún punto del paisaje, sin apenas parpadear y sin molestarse en apartarse el pelo de la cara cuando éste se rebelaba y se enredaba en sus pestañas.

Llegó la noche, pero no lo hizo acompañada del punto final, ni siquiera de una coma aliviante. Los pies continuaron moviéndose uno tras otro, sin perder el ritmo coreografiado.

Sin pausas, sin descansos, sin paréntesis.

Las hojas amarillas se cayeron, muchas parejas de besaron, algunos niños nacieron, unas cuantas bombillas se apagaron, hubo quienes aplaudieron y quienes fueron al tanatorio con flores.
Y, mientras tanto, ella seguía caminando.

Alcanzó su destino un nublado día D a la hora H. Un día de esos que se señalan con un círculo rojo en el calendario de la cocina.

Llegó a Ninguna Parte, a ese lugar donde se acaban las superficies y dejan de funcionar los motores. Logró alcanzar el Vacío, el punto donde nada existe, donde el negro es negro y no brillan los colores.
Colocó los dedos de los pies al otro lado de la línea, doblándolos hacia adentro como hacen las gárgolas que no se quieren caer de la catedral de Notre Dame. Vértigo. Cerrando los ojos, apretando los puños y flexionando las rodillas, se impulsó para saltar.

-Hace mucho que no vienes por aquí. - La Nada le dio la bienvenida.
-Me he cansado de Todo y he venido a buscarte.

Lo.