domingo, 14 de noviembre de 2010

Juegas.

Tú abriste la veda.
Usando solamente el pulgar y el índice, levantaste de la barra tu copa de cocktail. Te la acercaste a la boca y sonreíste. Luego dejaste sobre el cristal tu huella granate y húmeda y apartaste la mirada de la mía, cortando con tijeras el hilo que las mantenía unidas.

No fui yo quien se recogío el pelo al salir del restaurante. Llovía, y hacía mucho frío, pero tú tuviste que recogerte el pelo. Conocías ya, por aquel entonces, mi debilidad por las nucas desnudas de piel pálida y por los besos que éstas parecen ir demandando. Yo te seguía con el paraguas en la mano, intentando cubrirte con él, y tú caminabas demasiado rápido, chapoteando con tus zapatos de tacón baratos en cada uno de los charcos. Tu melena sujeta con una goma ajada se movía a derecha e izquierda, acompañando tus pasos, siendo un limpiaparabrisas que en cada movimiento me regalaba una fugaz visión del lunar de tu cuello.

Te acompañé hasta el portal de tu casa y bajo el tejadillo verde botella, cerré el paraguas, y me refugié contigo, para tenerte más cerca y así poder desmayarme en la melodía de tu perfume. Fue entonces cuando te soltaste otra vez el pelo, y supe que, con tu gesto, te retirabas de la partida, guardabas las fichas en la caja y cerrabas las puertas. Tu sonrisa descarada, el nudismo de tu cuello... no eran más que una parte del juego al que acababas de poner punto y final.

Quise hacerte saber que había comprendido las reglas, que me había cansado de tus caprichos de princesa idolatrada. Así que volví a abrir el paraguas y me fui, dejándote con el chicle y la palabra en la boca. No volví la vista atrás. Bueno, reconozco que miré de reojo cómo te colocabas las medias rotas antes de subir las escaleras con las llaves tintineando en tu mano.

En el camino de vuelta, me prometí borrar de mi mente todos tus parpadeos lentos, cansados de levantar aquellas pestañas tupidas, demasiado jóvenes para cargar con tanta cantidad de rímel. Juré no volver a pensar en los oyuelos risueños que te delataban, bajo tu disfraz de mujer fatal. Y me prohibí volver a recordar la perfección de tus clavículas blancas esculpidas en mármol cubierto de piel. Por último, me negué el placer de volver a recrear en mi mente el travieso lunar de tu nuca, escondido a veces bajo la fragilidad de tu pelo.
Entonces supe que te llamaría nada más llegar a casa y que, inevitablemente, el tablero seguiría encima de la mesa.

Lo.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Mi primera princesa.

El pintalabios se escapaba de la comisura de sus labios. Era granate, como la sangre de las niñas que no son princesas. O que sí lo son, pero que saben disimularlo con carreras en las medias.

Cuando lloraba yo no podía mirarla fijamente. Sus lágrimas me hipnotizaban y conseguían hacer que perdiera el juicio. Quería beber la sal de sus llantos de princesa malcriada, la tristeza de sus ojos verdes, la desdicha inexistente que resbalaba por sus mejillas arrancando restos de maquillaje. Nada me afectaba tanto como verla llorar, incluso sabiendo que sus lágrimas eran fingidas y que su sonrisa perlada era compinche en el juego.

Yo la cogía de la mano. Abrazaba, con los míos, sus dedos tristes y largos. Acariciaba sus uñas mordisqueadas y su esmalte desconchado. Ella, caprichosa como era, me rehuía al principio, pero yo soy insistente, charlatán y capaz de resucitar un par de versos de Darío cuando me conviene.

"La princesa está triste...¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa
que ha perdido la risa, que ha perdido el color..."

Acababa rindiéndose y regalándome un indicio de sonrisa aburrida, una palabra amable o una mirada furtiva vestida de gris. Cualquier gesto que mi princesa modelara sólo para mí, era motivo más que suficiente para que yo perseverara en la tarea de construir su trono, hecho de palabrería barata y de malas intenciones.

Lo.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Siete horas más.


Recorría calles desconocidas, con los ojos muy abiertos y el pelo alborotado. La gente caminaba a su alrededor en todas direcciones, como si compusiesen una masa uniforme en la que él era capaz de flotar y de hundirse al mismo tiempo. Ignoraba el significado de las palabras que escapaban de mil bocas habladoras, palabras que se mezclaban creando un murmullo ensordecedor y acogedor al mismo tiempo. Todo lo que veía le resultaba ajeno y diferente, de ahí que el dedo índice de su mano derecha no se separara del disparador de la cámara. Si tuviera que elegir un color sería el rojo, si tuviera que elegir un olor, el de la contradicción candente. No le resultaba cómodo destacar, ser la huella en el cemento blando o la nota más aguda del pentagrama. Todos los ojos le miraban desde abajo, escudriñando sus facciones occidentales y su barba de varios días. Él sonreía con la modestia vergonzosa del que se sabe centro de atención.

Se agachaba para rebuscar en los mercados, y se estiraba para contemplar los rascacielos que se erigían atravesando las nubes contaminadas. Dejaba que su vista se perdiera en la grandiosidad de una muralla fría y guiaba sus pasos a lo largo y ancho de una vasta Ciudad Prohibida, en la que el amarillo imperial se mezclaba con el rojo, cincelando ornamentos imposibles. Inmortalizaba a otros fotógrafos entre los crisantemos y retrataba los cinco aros teñidos de atardecer.

No imaginaba a su llegada, que se desenvolvería tan aceptablemente sin las cuatro púas del tenedor, o que terminaría mezclando idiomas. Se sumergía en una cultura anónima mientras contemplaba la propia desde una perspectiva inusual, y quizá por eso el arroz sabía distinto.

Nueve días después, despegó, dejando atrás unos cuantos millones de ojos rasgados y una habitación vacante. Con la maleta y la memoria cargadas de recuerdos, volvió a abrir la puerta de casa y a reencontrarse con sus sábanas de rayas.

Al fin y al cabo, Wendy también regresó de Nunca Jamás, ¿no?.

Lo.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Había enmudecido.

Agitaba la estilográfica con rabia y volvía a posarla sobre el folio en blanco. El plumín, cansado, arañaba la hoja, pero a su paso no dejaba ni un miserable escupitajo de tinta azul. Había enmudecido.

Cuando soñaba, imágenes inéditas e historias apasionantes, se agolpaban en su cabeza, suplicando que alguien las esculpiera y las pusiera a secar en la ventana. Trataba de moldearlas mientras dormía y sólo cuando creía que su forma era la correcta, se despertaba y buscaba a tientas el interruptor de la luz escondido entre los barrotes de su cabecero metálico. La libreta descansaba en su mesita de noche, junto a una pluma estilográfica que pedía a gritos ser sustituída por una más joven.
Con los ojos entrecerrados aún, se apresuraba a anotar aquello que mantenía encarcelado en su quebradiza memoria. El sueño le traicionaba a menudo, borrando de un soplido la silueta que empezaba a solidificarse y dejando que la niebla se escapara a través sus oídos.

Seguía agitando la pluma en el aire, pero ésta había sellado los labios. Caprichosa, se negaba a susurrarle las líneas que fluían hacia un mar de tinta seca. Allí enmudecían, allí se morían.

Lo.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Sospechas.

A veces, a los días les da por disfrazarse. Juegan a que es Carnaval y se intercambian los papeles intentando despistarnos. Hay martes que quieren ser sábados, y el único inocente que sufre las consecuencias de la broma es el despertador. También hay domingos que se visten de jueves y que nos invitan, después de la inocentada, a regodearnos en la pereza de las sábanas somnolientas (de acuerdo, esos no están nada mal).

Pues hoy ha sido uno de esos días caprichosos: un miércoles disfrazado de lunes, que mantuvo el antifaz en su sitio a lo largo de todo el día. El miércoles suele ser un día bastante insustancial, está encajado en el medio, entre un martes todavía entumecido y un jueves que ya anhela la llegada del descanso. ¿Qué tiene el miércoles además de alguna letra más que el resto de días? Nada.
Quizá por eso, el día de hoy quiso divertirse a mi costa y me obligó a estar adormilada, taciturna y desgastada desde por la mañana.

En secreto, intuyo que tus pestañas haciéndome cosquillas, tu respiración escondiéndose bajo la mía, y la huella de tu olor encerrándose en mi almohada, han tenido algo que ver en este juego del despiste. Pero sólo son meras sospechas.

Lo.