martes, 4 de octubre de 2011

Un rêve.


A veces, mantengo la inocencia intacta de Amélie Poulain. La guardo en un frasquito de cristal con un tapón de borla azul marino; y me miro al espejo con los ojos grandes y la boca pequeña. Las notas hilvanadas por Yann Teiersen se escapan a través de un imaginario y viejo tocadiscos de madera, de esos que no dejan que el silencio enmudezca del todo, de los que arañan apaciblemente el misterio. Entonces, abrazo mis propias rodillas sobre una silla inestable, mientras me sumerjo en los recuerdos templados que nunca han tenido lugar.

Por la mañana, yo me levanto un poco antes y dejo que sea el Sol quien te abra los ojos y quien caliente las sábanas blancas. Hago café y compro croissants para desayunar desnudos, porque es domingo, y hoy no retratamos turistas, ni damos masajes, ni hacemos la cama. Nos levantamos tarde, pues la premura es de los viajeros; y, para nosotros, tanto el carrusel de Montmartre como la estación de Abbesses seguirán estando ahí. Jugamos a ser los reyes de Lironia, ese país inventado en el que todo tiene cabida y los sueños son más factibles que en Nunca Jamás. Me peino a lo garçon para tí, y a última hora, cuatro pies acompasados desfilan sobre los adoquines de la Rue Lepic, rumbo a la Maison Catherine. Estamos aquí, en el lugar en el que las alcantarillas saciadas riegan las calles angostas; en la ciudad de los tejados bonitos que llaman a sentarse a le soir.

Corren malos tiempos para los soñadores.
Lo.