jueves, 23 de junio de 2011

Reconciliación.


Cuando nuestros afectos se encrespan, se dan la espalda y se empeñan en tensar el lazo que los une; nuestras voluntades -más guiadas por las cálidas entrañas que por el intelecto- huyen de lo terrenal y lo mundano para elevarse. Y ascienden, unidas, hasta alcanzar una posición superlativa, que mira desde lo alto los pesares, las angustias, las disputas y los rencores. La piel profana, lacia y crespa, habla sin palabras y traduce lo que las dos cadenas irresistibles estipulan y acuerdan mientras contemplan nuestras luchas humanas como si éstas construyeran un teatrillo. Dulcifican nuestras conductas pertinaces y van amoldando la curva a la recta y la recta a la curva. El resultado es una onda aletargada pero firme; que se abraza y se devora tras cristales empañados en ternura y añoranza; que cumple instintivamente las órdenes de las voluntades emancipadas, libres y capaces de mover tus hilos y los míos.

Lo.

miércoles, 22 de junio de 2011

La muerte de la pasión.

Fue como perder el apetito. No, no fue así. Más bien fue como aborrecer algo por pura reincidencia. Como cuando comes tanto queso de untar que termina por resultar repulsivo. No, tampoco fue exactamente de ese modo. Realmente fue dejadez, desidia, apatía, abandono. No llegó a ser asco, sino que se trató de un procedimiento más nimio y autónomo, en el que ni ella ni él tomaron parte, aunque parecía lógico buscar culpables.

Ellos eran el azote salvaje de la más virtuosa pasión. Eran el fuego, el incendio, la brasa y la ruina. Ellos, juntos, eran lujuria desatada, pero suave en vez de tosca. Eran animales domados, flores silvestres cautivas en un cristal tallado sin bosquejos.
Cuando sus cuerpos se encontraban, se esfumaban el escenario y las voces de los personajes secundarios. Se convertían en directores y en actores obedientes de sus propias órdenes tanteadas, improvisadas, triunfantes. Se devoraban y se tragaban sin masticarse, pero nunca se atragantaban. Luego, se digerían despacio, entre suspiros calmados, que eran reminiscencias de los truenos y los rayos, intérpretes de la tormenta pasada. Y en seguida regresaba el apetito voraz, intenso, activo y soberbio de nuevo, preparado para que el deleite volviera a embestirles con fuerza vapuleada.

Ni ella ni él vaticinaban el funesto desenlace de sus dedos, la triste extinción de sus caricias. Ella culpó a su piel marchita y arremetió contra los ojos de él, que ya no querían recorrer la parábola de su cintura. La otra parte, acusó a su propia morfología, a su juicio endeble y redundante. Además, se enfadó con su pareja hostil, enemiga, y con permanente dolor de cabeza.

Así fue como el anhelo se fue mitigando hasta apagarse. No hubo fases, ni progresiones obvias, ni despedidas; pero sí un declive inerte e intangible que desembocó en la adquisición de dos colchones de noventa y en la pérdida de la costumbre de prescindir del pijama.

No fue exactamente inapetencia. Tampoco fue sobredosis. No llegó a barajarse la tirria porque vencieron la fluidez y la independencia. Los protagonistas del dúo no se dieron cuenta, pero sí sus vecinos que, desde su modesto segundo plano, se entregaron a las zetas y se alegraron de la muerte de la pasión.

Lo.

lunes, 13 de junio de 2011

A deshoras.

Me sorprendí recordando aquel café brumoso en taza ancha, aquel café oscuro del noveno mes, aquel café que jugó su papel de placebo invertido, y que me llevó al jardín, para acunarme y susurrarme al oído, uno a uno, todos los soles del mediodía.

Lo.