sábado, 9 de julio de 2011

El mundo está bien hecho.

"El mundo está bien hecho", dijo Jorge Guillén, mostrando su entusiasmo por la vida. No hablaba de un mundo perfectamente hecho, con medidas bien tomadas y proporciones correctas. Se refería a que la propia existencia del mundo es un acierto, es magnífica.

Hablar sobre la vida es ambicioso. Ningún ser vivo sabe nada de la vida. A lo mejor los muertos sí, pero no he tenido la oportunidad de hablar con ninguno hasta la fecha.
Sin saber nada de la vida, los vivos, la vivimos. Y vivir una vida que nos pertenece puede ser amargo y delicioso al mismo tiempo. Todo se trata de aprender a digerir una sucesión de matices y medias tintas. Se trata de mimetizarse, de adaptarse, de cambiar de color y de forma. Y todo ello, sin perder la identidad, el yo, o mejor dicho, los yoes.
Contemplar la vida como una progresión de sabores: dulces, amargos, placenteros, repugnantes. Vencer el dolor, como a una almendra agria, y dilatar en el tiempo el entusiasmo, como si fuese un helado que no queremos que se termine nunca.

Así que, sin saber lo que es existir, nosotros, los privilegiados/desgraciados que tenemos el honor/desdicha, de estar aquí, deambulando por el mundo como sacos de carne rellenos de alma, a veces, nos sentamos a reflexionar sobre el propio hecho de tener el botón encendido. Yo me he parado a hacerlo y mis cavilaciones me han llevado a recordar la cita de Guillén.

A veces, para tocar lo trascendental, para atreverse a rozar lo intangible, para masticar las grandes dudas; sólo hace falta una metáfora tan obvia y elemental, que convierta lo inabarcable en nimio. Y es así cómo complejidad de la vida se deshilacha y se convierte en un menú degustación, en el que encontramos sensaciones deliciosas y gustos chirriantes y desgarradores.

Sea como fuere, y cerrando el cajón de las meditaciones absurdas: el mundo está bien hecho.

Lo.

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