Hablar sobre la vida es ambicioso. Ningún ser vivo sabe nada de la vida. A lo mejor los muertos sí, pero no he tenido la oportunidad de hablar con ninguno hasta la fecha.
Sin saber nada de la vida, los vivos, la vivimos. Y vivir una vida que nos pertenece puede ser amargo y delicioso al mismo tiempo. Todo se trata de aprender a digerir una sucesión de matices y medias tintas. Se trata de mimetizarse, de adaptarse, de cambiar de color y de forma. Y todo ello, sin perder la identidad, el yo, o mejor dicho, los yoes. Contemplar la vida como una progresión de sabores: dulces, amargos, placenteros, repugnantes. Vencer el dolor, como a una almendra agria, y dilatar en el tiempo el entusiasmo, como si fuese un helado que no queremos que se termine nunca.
Así que, sin saber lo que es existir, nosotros, los privilegiados/desgraciados que tenemos el honor/desdicha, de estar aquí, deambulando por el mundo como sacos de carne rellenos de alma, a veces, nos sentamos a reflexionar sobre el propio hecho de tener el botón encendido. Yo me he parado a hacerlo y mis cavilaciones me han llevado a recordar la cita de Guillén.
A veces, para tocar lo trascendental, para atreverse a rozar lo intangible, para masticar las grandes dudas; sólo hace falta una metáfora tan obvia y elemental, que convierta lo inabarcable en nimio. Y es así cómo complejidad de la vida se deshilacha y se convierte en un menú degustación, en el que encontramos sensaciones deliciosas y gustos chirriantes y desgarradores.
Sea como fuere, y cerrando el cajón de las meditaciones absurdas: el mundo está bien hecho.
Lo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario