miércoles, 6 de julio de 2011

Fragmentos.

Todo estaba cubierto por una herrumbre roñosa y purpúrea. El olor a óxido, a desolación, flotaba en el ambiente como una nube mortecina.

El cabecero de la cama, metálico y ensortijado, describía imposibles caracoles que desembocaban en columnas, torcidas por tener que cargar con el peso del tiempo. Los muelles del somier chirriaban y arañaban el silencio con cada mota de polvo que se posaba sobre ellos. El colchón no era más que un rectángulo de espuma mordisqueada y amarillenta, cubierta, en algunas partes, por una funda roída y sucia en la que se adivinaba un estampado florido.

Junto a la cama, dormía una mesilla anciana, derrotada, que parecía pedir a gritos una jubilación o un sacrificio de clemencia. Y sobre ella reposaban algunos libros carcomidos, cuyas portadas de cuero y sus páginas se habían vuelto grises, de tristes que estaban por no ser ni abiertas ni leídas.

Frente a la ventana se mantenía firme un escritorio de gruesas patas talladas con mimo caduco. Era la única pieza de la estancia que parecía imbatible y tenaz, empecinada en eludir el paso de los años. Recordaba a los ancianos pertinaces que un día lucharon con arrojo en una guerra y se negaron, después, a aceptar su propio fracaso y decrepitud.

La ventana se mante
nía sellada, como si nunca hubiera sido abierta; como si se hubiera dibujado en la pared con el único objetivo de mantener cautivo y concentrado el hedor a decadencia y a abandono. Resultaba casi imposible descifrar el color original de las cortinas ajadas y polvorientas. Su opacidad permitía el paso de algunas ranuras de luz marchita, que se proyectaban sobre la pared opuesta en forma de líneas, y que se repartían por la habitación como una neblina amarillenta, dando al conjunto una pincelada de magia fúnebre y eterna.

No había armarios, sólo una vieja cómoda de madera apolillada, con los cajones a medio abrir. De algunos de ellos asomaban mangas con puños de encaje pálido, que dormitaban sobre el suelo, vencidas en el fracaso de su intento de fuga.

Una gruesa alfombra de polvo cubría el suelo, y algunas motas se aventuraban a viajar a través de los túneles de luz, cruzando con parsimonia el dormitorio.

Desde la puerta, G. observaba la estampa. Sus ojos vivos, presentes y futuros, contemplaban aquel fragmento remoto y congelado, y lo elevaban a categoría de mito. No se atrevió a cruzar el umbral por no quebrar la atemporalidad y los cientos de silencios distintos que allí se recogían. Paseó su mirada por cada uno de los m
uebles, por el suelo, el techo, y las paredes. Paseó su mirada por recuerdos inventados, por verdades y mentiras. Imaginó personajes extraídos de fotografías en sepia y, como títeres, los hizo moverse por la estancia, acostarse en la cama, cambiarse de camisa, y sentarse frente al escritorio con la ventana entreabierta a pasar las páginas de los libros olvidados.
Después, con cautela, como si con su propio aliento fuera a hacer que la imagen se desvaneciera, fue cerrando la puerta de pintura desconchada, hasta que la manilla se despidió con un discreto "clac". Girando sobre sus
talones, G. regresó, dejando morir o perdurar para siempre, aquel fragmento del pasado.

Lo.

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