jueves, 21 de julio de 2011

Diamante.

Marchita y etérea, medio viva, medio muerta, se paseaba por la estancia con sus aires de poetisa transparente. Fumaba sosteniendo con sus finos dedos pálidos una colilla tan apagada como sus ojos grises. El humo ceniciento que la envolvía se convertía en su compañía más cercana y actuaba como su sombra, estela y huella. Los pies descalzos que la hacían terrenal, deshumanizaban al mismo tiempo su presencia, al caminar sin posarse del todo en la superficie de madera lacada. Sólo la larga cola de su bata blanca se atrevía a deslizarse sobre el tacto raso y firme del suelo. Su melena rubia y cinérea se dividía en mechones que respondían a su dualidad, durmiendo algunos sobre sus hombros y flotando otros como si un Bululú superior tirara de sus hilos dotándolos de vida propia. Todo en ella era puro e inmaculado. Las puntillas que adornaban su batín, descansaban sobre sus formas inexistentes, manteniéndose lisas, planchadas y en silencio. Sus tobillos, sus muñencas, su cuello, sus párpados aletargados eran blancos, vírgenes, traslúcidos; y su fragilidad dejaba adivinar las venas azules por las que nadaba su triste sangre de princesa.

Lo.

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