Ellos eran el azote salvaje de la más virtuosa pasión. Eran el fuego, el incendio, la brasa y la ruina. Ellos, juntos, eran lujuria desatada, pero suave en vez de tosca. Eran animales domados, flores silvestres cautivas en un cristal tallado sin bosquejos.
Cuando sus cuerpos se encontraban, se esfumaban el escenario y las voces de los personajes secundarios. Se convertían en directores y en actores obedientes de sus propias órdenes tanteadas, improvisadas, triunfantes. Se devoraban y se tragaban sin masticarse, pero nunca se atragantaban. Luego, se digerían despacio, entre suspiros calmados, que eran reminiscencias de los truenos y los rayos, intérpretes de la tormenta pasada. Y en seguida regresaba el apetito voraz, intenso, activo y soberbio de nuevo, preparado para que el deleite volviera a embestirles con fuerza vapuleada.
Ni ella ni él vaticinaban el funesto desenlace de sus dedos, la triste extinción de sus caricias. Ella culpó a su piel marchita y arremetió contra los ojos de él, que ya no querían recorrer la parábola de su cintura. La otra parte, acusó a su propia morfología, a su juicio endeble y redundante. Además, se enfadó con su pareja hostil, enemiga, y con permanente dolor de cabeza.
Así fue como el anhelo se fue mitigando hasta apagarse. No hubo fases, ni progresiones obvias, ni despedidas; pero sí un declive inerte e intangible que desembocó en la adquisición de dos colchones de noventa y en la pérdida de la costumbre de prescindir del pijama.
No fue exactamente inapetencia. Tampoco fue sobredosis. No llegó a barajarse la tirria porque vencieron la fluidez y la independencia. Los protagonistas del dúo no se dieron cuenta, pero sí sus vecinos que, desde su modesto segundo plano, se entregaron a las zetas y se alegraron de la muerte de la pasión.
Lo.
1 comentario:
Maravillosa la progresión de la pasión y por demás triste que ambos perdieran éste privilegio.
Los vecinos,unos natas humanos.
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