domingo, 25 de abril de 2010

Buenas noches, mamá.

-¡Paz, despierte! ¡Vamos Paz, que hay que levantarse!

Así se rompía el silencio cada mañana en casa de Begoña. La llamaba Paz porque así se lo habían recomendado los médicos. ”Mamá”, “abuela”, “tía”, “Pacita” y una infinidad de apelativos cariñosos eran demasiada información que sólo contribuía a introducir más confusión en un cerebro, ya de por sí, repleto de niebla. De modo que habían alcanzado la unanimidad de dirigirse a ella utilizando el sencillo “Paz”, tal y como recogía su documento de identidad.

Cierto es que ni hermanos, ni hijos, ni sobrinos, ni nietos acostumbraban a dirigirse a Paz ni utilizando su nombre de pila, ni recurriendo a cualquiera de las otras posibilidades, dado que, cuando la situación comenzó a estar clara y a adivinarse larga, dura y penosa, todo el mundo decidió desaparecer y aliviar la conciencia con una eventual visita acompañada de flores, bombones y, por supuesto, lágrimas.

Begoña no podía negar que le dolía el hecho de que sus familiares se hubiesen esfumado al escuchar la rotundidad de la palabra “Alzheimer” en boca de un médico. Sin embargo, no podía recriminarles nada, porque, ¿quién tiene la obligación de renunciar a su vida con el propósito de cuidar de la de un ser que ni siquiera sabe que dispone de una propia? Ella había tomado la decisión personal de hacerse cargo y el apoyo y la ayuda que podía necesitar, al parecer, venía contenida en las flores y en los bombones que se colaban en su casa de vez en cuando.

-¡Venga, Paz, que ya es la hora!

No era sencillo despertarla. Aunque muchas noches gritaba y se removía, por las mañanas siempre estaba profundamente dormida, como si el efecto de las pastillas y los tranquilizantes se reservase únicamente para las últimas horas. Begoña desataba el cinturón geriátrico que mantenía a su madre fija a la cama para evitar caídas. Poco a poco la iba incorporando, pero se trataba de un peso muerto que no ponía nada de su parte para facilitar la operación. Sentada sobre la cama comenzaba su incomprensible monólogo compuesto por palabras inconexas, vocablos inexistentes y sonidos guturales muy similares a los que emite un bebé cuando todavía no sabe hablar. Esta verborrea carente de significado duraría todo el día y se detendría únicamente cuando estuviese dormida, aunque a veces, ni siquiera el sueño era capaz de silenciarla. Una vez estaba sentada en la silla de ruedas, sujeta para que no se abalanzara hacia delante, Begoña cambiaba la cama. A pesar de que le ponía dos pañales antes de acostarla, casi siempre se calaban o se descolocaban, y la cama amanecía empapada en orín y cubierta de heces. Con el tiempo y la costumbre, Begoña había perdido la capacidad de sentir asco, y simplemente quitaba las sábanas que apestaban, y colocaba el protector del colchón y las sábanas limpias.

En la bañera, Begoña limpiaba con suavidad el cuerpo anciano y desnudo de su madre. Parecía imposible que, lo que un día fue piel tersa y firme, hubiese degenerado en una carne blanda y grisácea, cubierta, sólo en la zona del pubis, por una pelusilla casi invisible. Por las mañana no resultaba complicado lavar a Paz, porque aún estaba un poco adormilada y era dócil. En el baño, Begoña la secaba cuidadosamente, la peinaba y la vestía con camisetas de algodón y jerséis de lana calientes, que le permitieran tener cierta movilidad y evitaran el paso del frío, que en la vejez parecía calar más hondo y llegar hasta los huesos. Unos días antes, cuando estuvo lista frente al espejo del baño, Begoña creyó entender, entre la interminable sucesión de palabras de su madre, un inocente “qué guapa” que le arrancó una sonrisa.

En la cocina, le daba el desayuno, consistente en galletas machacadas con leche templada. Hasta hacía relativamente poco, podía darle de comer alguna cosa sólida pero, desde hacía unos meses, se le habían empezado a formar llagas en la boca, de manera que el médico que la trataba le había recomendado dejar a un lado la estética y prescindir de la dentadura postiza. Desde entonces, todo lo que se llevaba a la boca tenía que hacer escala en el pasapuré.

Cuando su madre estaba preparada, Begoña disponía de 15 minutos exactos antes de salir por la puerta, en los que le daba tiempo a ducharse, vestirse, tomarse un café solo y, con suerte, fumarse un cigarro. Una vez estaba lista, le ponía a Paz el abrigo, le colocaba una manta por encima y salía de casa. La operación de sentar a su madre en el coche no era sencilla. Primero, la levantaba, y sujetándola firmemente con un brazo, plegaba la silla con el otro. Por algún motivo, Paz temía el momento en que debía encogerse para sentarse en el asiento del copiloto. Begoña pensaba que, como a sus ojos todo era nuevo y desconocido, el tener que introducirse en un espacio reducido y cerrado debía de resultar claustrofóbico y, sin duda, aterrador. Por eso trataba de calmarla con caricias y palabras suaves, que iban consiguiendo que el cuerpo de Paz fuera perdiendo su rigidez inicial y poco a poco cediera a las posturas que Begoña iba moldeando para ella. Con la silla guardada en la parte de atrás, arrancaba el coche.

Begoña nunca había sido una experta en Alzheimer. Sin embargo, cuando éste había irrumpido en su día a día, se había visto obligada a informarse en profundidad sobre demencias y trastornos relacionados con la edad, sirviéndose de la ayuda de libros, cursos y talleres especializados en la materia. De manera, que, casi sin ser consciente de ello, había alcanzado un nivel de conocimiento sobre el tema que, junto con su título de auxiliar de enfermería, la habían llevado a conseguir un trabajo en un centro de día no muy lejos de su casa. Llevaba ya dos años y medio, la habían hecho fija y pagaba un precio más bajo por tener a su madre interna durante el tiempo que duraba su jornada laboral. Esto suponía una tranquilidad para Begoña, ya que, por su forma de ser, no se atrevería a dejar a Paz, durante esas horas, en manos de otra persona que no fuera ella.

Allí, Begoña, debía situar a su madre junto a Antonio, Enrique y Camila, los otros tres ancianos con los que tampoco se podía realizar actividad alguna, puesto que no respondían a estímulos. Camila se rascaba la cabeza constantemente con la mirada perdida en el vacío y de vez en cuando gritaba el nombre de su hija. Antonio dormitaba con la cabeza echada hacia atrás, y Enrique canturreaba una canción cuya melodía a Begoña le era familiar pero no lograba reconocer. Se quedaron los cuatro acompañados por una joven que acababa de entrar con un contrato de prácticas. En la sala de al lado, la psicóloga, trabajaba con aquellos que aún eran capaces de colorear, recortar y ejercitar su memoria con el objetivo, no de detener la enfermedad, sino de tratar de hacer que ésta no corriera demasiado.
Entonces, Begoña acudía a atender a los enfermos que aún estaban desayunando, a lavar a los que se no habían pasado por el cuarto de baño, y a calmar a los que sufrían ataques de pánico o ansiedad.

Ese día, Elena, una mujer de tan sólo 59 años que sufría una demencia senil muy avanzada para su corta edad, lloraba desconsolada porque, creyendo firmemente que tenía 17 años, acababa de enterarse de la muerte de sus padres y, como si realmente fuera una adolescente, se sentía desprotegida y desamparada. Miguel, un hombre más mayor, que había sido relojero pero poeta de vocación, recitaba los únicos versos que recordaba de uno de sus poemas, siempre los mismos. Julio paseaba de la mano de Rosa. Ella era viuda desde hacía más de veinte años y él, un soltero empedernido. Nada más verse, habían creído enamorarse. Begoña no sabía si aquello era amor verdadero o sólo una consecuencia más de la confusión y el absurdo en los que se perdían todas aquellas mentes, pero prefería pensar que el cariño y la inocencia que Julio y Rosa habían vuelto a sentir era real, pues verlos pasear e intercambiar miradas con tanta dulzura resultaba enternecedor.

A menudo, se producía alguna emergencia y había que llamar a la ambulancia, pero ese martes de marzo - exceptuando un par de episodios - transcurría sin incidentes.
A las 6 de la tarde terminaba la jornada de Begoña. El centro permanecía abierto hasta las 8, pero ella, para poder ocuparse de su madre, no tenía jornada partida, sino que permanecía allí desde las 10 de la mañana para que ésta estuviera siempre bajo su supervisión.
Se despedía de compañeros y pacientes y arrastraba la silla de Paz hasta el coche. Otra vez, había que ir suavizando las extremidades que se habían quedado agarrotadas por el miedo. De camino a casa, Begoña se detenía un momento en un supermercado cercano para comprar algo de cenar. No disponía de tiempo suficiente para hacer una compra grande, de manera que su nevera se llenaba gracias a estos breves estacionamientos en doble fila al final de la jornada.

Una vez en casa, le daba la cena temprano y procuraba acostarla antes de las 8. En su última visita al médico y tras comentarle los problemas que sufría su madre para conciliar el sueño algunas noches, éste le recomendó darle únicamente un yogur natural a la hora de la cena. Desde que seguía su consejo, los gritos y los consecuentes vaivenes de madrugada se habían reducido considerablemente.
En el baño, la desvestía y le ponía dos pañales limpios, preguntándose cómo era posible que lograra calarlos casi siempre. Le ponía el pijama encima y Paz temblaba al tener que levantar los pies del suelo, a punto de perder el equilibrio. Si Begoña no la sujetara firmemente al subirle los anchos pantalones, se caería con un simple soplido. La condición humana puede degenerar y retroceder hasta alcanzar el grado de dependencia propia de un recién nacido.

Begoña, sentaba a Paz en la cama, y aunque le costaba un rato lograr que ésta se relajase y perdiera la desconfianza, finalmente la calmaba y le colocaba dos pastillas debajo de la lengua que se disolvían rápidamente y la ayudaban a dormir. Antes de dejarla, se quedaba junto a ella, acariciándole la cabeza y escuchando los últimos murmullos de su conversación que iba poco a poco perdiendo volumen hasta desaparecer. Treinta y tantos años antes, era ella quien estaba tendida en la cama y su madre, la que le arropaba y la besaba en la frente antes de apagar la luz.

Era cierto que Begoña, ante la costumbre y la rutina de convivir con una persona enferma, había aprendido a verlo todo desde un prisma de objetividad que dejaba a un lado la visión sentimentalista y visceral. Sin embargo, cuando se detenía a reflexionar y reparaba sobre ciertos detalles, no podía evitar que aflorara toda esa carga emocional que albergaba dentro de sí. A veces sentía pena, a veces rabia, a veces frustración, a veces ternura. Los días de Begoña, desde hacía 3 años, transcurrían uno tras otro como si hubieran sido fotocopiados. Desde que amanecía hasta que se iba a la cama, su vida la vivía otra persona, porque ella no la sentía como propia, porque había aprendido a desprenderse de su tiempo.
Su madre, en vez de irse de una sola vez, la iba dejando poco a poco y cuando lo hiciera, Begoña pensaba recomenzar una vida sólo para ella. En esa vida nueva desayunaría café con tostadas, fumaría, se daría largas duchas (o incluso baños los fines de semana), se pasaría una mañana entera haciendo la compra con el coche bien estacionado en el aparcamiento, y conocería a un Julio que, como el de Rosa (los enamorados del centro), la mirara con ternura y paseara cogido de su mano. Y todo aquello iba a tratar de grabarlo con tinta indeleble para que no se lo llevara el olvido. Por el momento:
-Buenas noches, mamá.

Lo.

1 comentario:

Papá Pingüino dijo...

¿Nadie te ha comentado en esta maravilla? Enhorabuena. No sé cómo he llegado hasta aquí, pero me alegro.
Un saludo.