domingo, 29 de mayo de 2011

Todos los días son septiembre.

La niña de los silencios nunca había echado de menos.

A ella no se le había colado un cristalito en el ojo, como a Kay. Ella había nacido con él justo en el lagrimal, así que las penas se quedaban dentro y la iban inundando poco a poco. Cada herida abría el grifo que hacía que las lágrimas llovieran hacia dentro, nunca hacia fuera.

Pero los helados se derriten, las piscinas se calientan y las espaldas se tiñen al Sol. Porque una vez al año es septiembre.

La niña de los silencios encontró un sitio en el que apoyar su cabecita fría. Descubrió también unos brazos que la estrujaban hasta hacerla sentir pequeña y enorme a la vez, y unas manos con olor a naranjas verdes y a verano que estaban dispuestas a acariciarla.

De los helados no quedó más que un charquito de vainilla; de las piscinas, saltos al vacío; y de las espaldas, pieles templadas y saladas. Porque todos los días son septiembre.

Y a la niña de los silencios le sobraron, precisamente, los silencios, y le faltaron las siestas y los buenos días. Empezó a extrañar lo que nunca había existido, y sus ojos de lija aprendieron a llover.

Llovieron penas, dientes fríos e incongruencias.

Lo.

1 comentario:

Paula dijo...

Delicado blog, me gustan mucho tus textos ;)
ah sensacional elección de imagen !