martes, 5 de octubre de 2010

Sus pestañas.


-Después lo intentas tú. -Me dijo mientras se descalzaba. Ni siquiera se agachó. Sus pies se quitaron los zapatos el uno al otro, deslizando la punta por el talón con un movimiento fugaz. Primero el derecho, luego el izquierdo. Se quedó de espaldas, con el silencio requerido y los brazos en alto. Flexionó las rodillas haciendo una reverencia un poco torpe, giró la cabeza y me miró sonriendo.

Se volvió incorporándose y correteó hacia la escalera de madera. Trepó por ella hasta alcanzar la rama del árbol. No parecía demasiado estable, pero ella se movía con agilidad y destreza, como si se hubiera criado con el mismísimo Tarzán.

Alcanzó la cuerda y, respirando hondo, comenzó a caminar de puntillas sobre ella. Avanzaba con rapidez y con una seguridad tan rotunda como sorprendente.

Me acerqué al tronco del árbol para verla más de cerca. Mantenía los brazos extendidos hacia los lados para no perder el equilibrio y había cambiado la sonrisa por una mueca, reflejo de una profunda concentración. Tenía el ceño fruncido y apretaba los labios dejando asomar la punta de la lengua, casi estrangulada. Se había preocupado de recogerse el pelo antes de iniciar la aventurada maniobra, pero algunos mechones desobedientes se escapaban y, como no podía cambiar la postura de los brazos que le daban estabilidad, de vez en cuando soplaba hacia arriba, haciendo que los rizos castaños levitaran un segundo antes de volver a incordiarla. A mí me enternecía su fastidio.

En poco tiempo, alcanzó el otro extremo de la soga. La victoria estalló cuando su segundo pie se posó sobre la rama del árbol. Entonces le cambió el gesto y soltó una ruidosa carcajada, de esas que sacuden el mundo. (O al menos mi mundo).

Mientras descendía por la otra escalerilla de madera, dándome la espalda, empezó a hablarme atropelladamente. No pude descifrar ni una de sus palabras hasta que no se hubo posado en el cesped.

-¡Te toca! ¡Tu turno! ¡Te dije que yo podía hacerlo, y ahora te toca! -Chillaba mientras corría hacia mí entre tropiezos y zancadillas autoprovocadas.

Yo me sabía incapaz de lograrlo. Ni siquiera tenía intención de poner a prueba mi equilibrio, y no me importaban ni lo más mínimo las quejas y reproches que, sin duda alguna, vendrían después.

¿No se daba cuenta de que me bastaba con verla acercarse descalza, riendo, con el pelo cada vez más alborotado, las rodillas magulladas y el vestido sucio? ¿No se hacía una idea de lo mucho que me conmovía aquella imagen?
La admiraba profundamente, y no sólo por tener la osadía de desfilar sobre una cuerda a cuatro metros del suelo. La admiraba igualmente cuando se mordía las uñas o cuando masticaba chicle de fresa, y me quedaba extasiado observándola deshojar margaritas sentada en el jardín. Ella no sabía que cuando se dormía yo no podía conciliar el sueño porque debía estudiar la sutil vibración de sus pestañas.

Lo.

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