Ella dormía sola, acurrucada, en una esquina de su cama de 135 centímetros (fríos y desolados). No necesitaba más que el silencio que contenían sus cuatro paredes pintadas de verde-azul. De ese verde-azul que visten los enfermeros en quirófano. Todo se circunscribía a su cubículo sellado con olor a hospital. Le bastaba con saborear entre ronroneos su propio empequeñecimiento; como los gatos, le decían.
Ella no tenía nada que decir. Y si no tenía nada que decir, no hablaba. ¿Para qué iba a hacerlo? Así lo dictaban las leyes de su lógica, las normas de su método. Al fin y al cabo, ella era sistemática y cautelosa, como los gatos, le decían. No concedía palabras a la falta de compañía, pues no era ésta merecedora del desvelo de sus misterios (felinos).
Caminaba sin dirección, pero aparentando tenerla; con esa mezcla de seguridad y duda, con fingida rectitud titubeante. Como los gatos, le decían. Discretos y rasgados eran sus pasos, igual que sus ojos, concluyentes. Nulos y todos.
Ella odiaba a los malditos gatos, que se movían sigilosos, como de puntillas, con la mirada fija e ilegible. Con el pelo encrespado y esos maullidos chirriantes y desafinados. "Yo no soy como uno de esos malditos gatos".
[...]
Lo.